ESTUDIOS. filosofía-historia-letrasPrimavera 1993
El deber de irreverencia
Y quizás nos encontramos aquí remitidos a las fuentes de nuestro malestar: estamos colocados en París en la posición de ser los conservadores de un tesoro pasado más que los inventores de un tesoro por venir. París se vuelve año con año una ciudad más bella, más acogedora; pero su belleza es también la de un museo: veneramos entre sus muros una verdadera religión de la cultura, con sus grandes sacerdotes, sus empleados, sus profetas, optimistas o pesimistas. Por todas partes, la preservación prevalece sobre la imaginación y el descubrimiento; sufrimos, en esta ciudad demasiado rica, de un exceso de memoria, de una hipertofria del sentido histórico. Y las obras que se publican hoy ya no tienen siquiera el atractivo del fruto prohibido; nos dan satisfacciones elevadas y delicadas pero ninguna agita nuestro psiquismo, pues la hora del derrumbamiento de los tabúes y de las revoluciones formales parece cerrado por el momento. Los escándalos provocados por Hernani (1830 ), Ubu rey (1896), La consagración de la primavera (1913) o Desiertos, de Varese (1954) son propiamente impensables en nuestros días. Al dejar de ser subversiva (pues no amenaza a ningún poder y ningún poder la amenaza), la cultura en Francia quizá dejó de tener un impacto decisivo. Al ganar la seguridad y el derecho a la libre impresión y circulación de sus obras, los escritores y artistas han perdido una gran fuente de influencia.
Es una paradoja terrible: la represión aplasta a los novelistas a los poetas, pero les da también una fuerza inaudita; la más mínima crítica que hayan puede poner en peligro a los poderes establecidos. Hay casos, entonces, extremadamente raros donde la literatura puede tener la eficacia de una rima; donde la vida de una nación puede confundirse con la de un libro. Pero nuestra libertad es un regalo envenenado que quita responsabilidad a los creadores, autorizados ahora a publicar y a escribir lo que quieran. Es posible que la comodidad democrática sea fatal para las artes. Si todo está permitido, ya nada tiene importancia, y la literatura, la música, la pintura toman la forma, en el mejor de los casos, de un ornamento de buena calidad y, en el peor, de una diversión de buena ley.
Con respecto a esto, París no puede ser otra cosa que el reflejo de Europa occidental, que está también enteramente transformada en un memorial de su propia historia, petrificada en la admiración muda de su pasado. En nuestra época de ecología generalizada, se trata de proteger, de mantener: navegamos en la era de los balances, de la salvaguarda, que es la única que una vez más acapara las energías. La cultura no escapa de este fenómeno: está como embalsamada, momificada; se ahoga literalmente bajo los homenajes. Podemos preguntarnos si, con nuestra piedad, no será el espíritu mismo -es decir, la interrogación, el cuestionamiento, la discusión- el que está marchitándose, aplastado bajo un exceso de elogios y de atenciones. Como si el ataque lo revitalizara, mientras que, al querer protegerlo, como si se tratara de una convalescente, transformamos nuestra extraordinaria reserva de voces, de ideas, de innovaciones, en una necrópolis cuyos habitantes silenciosos permanececen petrificados por nuestra admiración. Claro que la conservación d del patrimonio es algo indispensable; y, en este plano, Francia -rica en festivales y exposiciones hasta en las comunidades más pequeñas- da pruebas de una singular vitalidad; otorga cuidado y un desvelo completamente conmovedor a la preservación de sus sitios más bellos. Pero una cultura no se puede contentar con celebrar y conmemorar: para seguir viva, también debe deshacerse del lastre de su legado, romper con los usos y, a veces, incluso pisotear sus tradiciones para renovarlas. Si olvidamos que no hay creación sin irreverencia, sin fervor ni furor polémico, toda Europa, al igual que París, está acechada por la museifícación y, envuelta en sus monumentos, sus instintos, sus academias, corre el riesgo de transformarse sin ruido en una Disneylandia de lujo.
El deber de irreverencia
Y quizás nos encontramos aquí remitidos a las fuentes de nuestro malestar: estamos colocados en París en la posición de ser los conservadores de un tesoro pasado más que los inventores de un tesoro por venir. París se vuelve año con año una ciudad más bella, más acogedora; pero su belleza es también la de un museo: veneramos entre sus muros una verdadera religión de la cultura, con sus grandes sacerdotes, sus empleados, sus profetas, optimistas o pesimistas. Por todas partes, la preservación prevalece sobre la imaginación y el descubrimiento; sufrimos, en esta ciudad demasiado rica, de un exceso de memoria, de una hipertofria del sentido histórico. Y las obras que se publican hoy ya no tienen siquiera el atractivo del fruto prohibido; nos dan satisfacciones elevadas y delicadas pero ninguna agita nuestro psiquismo, pues la hora del derrumbamiento de los tabúes y de las revoluciones formales parece cerrado por el momento. Los escándalos provocados por Hernani (1830 ), Ubu rey (1896), La consagración de la primavera (1913) o Desiertos, de Varese (1954) son propiamente impensables en nuestros días. Al dejar de ser subversiva (pues no amenaza a ningún poder y ningún poder la amenaza), la cultura en Francia quizá dejó de tener un impacto decisivo. Al ganar la seguridad y el derecho a la libre impresión y circulación de sus obras, los escritores y artistas han perdido una gran fuente de influencia.
Es una paradoja terrible: la represión aplasta a los novelistas a los poetas, pero les da también una fuerza inaudita; la más mínima crítica que hayan puede poner en peligro a los poderes establecidos. Hay casos, entonces, extremadamente raros donde la literatura puede tener la eficacia de una rima; donde la vida de una nación puede confundirse con la de un libro. Pero nuestra libertad es un regalo envenenado que quita responsabilidad a los creadores, autorizados ahora a publicar y a escribir lo que quieran. Es posible que la comodidad democrática sea fatal para las artes. Si todo está permitido, ya nada tiene importancia, y la literatura, la música, la pintura toman la forma, en el mejor de los casos, de un ornamento de buena calidad y, en el peor, de una diversión de buena ley.
Con respecto a esto, París no puede ser otra cosa que el reflejo de Europa occidental, que está también enteramente transformada en un memorial de su propia historia, petrificada en la admiración muda de su pasado. En nuestra época de ecología generalizada, se trata de proteger, de mantener: navegamos en la era de los balances, de la salvaguarda, que es la única que una vez más acapara las energías. La cultura no escapa de este fenómeno: está como embalsamada, momificada; se ahoga literalmente bajo los homenajes. Podemos preguntarnos si, con nuestra piedad, no será el espíritu mismo -es decir, la interrogación, el cuestionamiento, la discusión- el que está marchitándose, aplastado bajo un exceso de elogios y de atenciones. Como si el ataque lo revitalizara, mientras que, al querer protegerlo, como si se tratara de una convalescente, transformamos nuestra extraordinaria reserva de voces, de ideas, de innovaciones, en una necrópolis cuyos habitantes silenciosos permanececen petrificados por nuestra admiración. Claro que la conservación d del patrimonio es algo indispensable; y, en este plano, Francia -rica en festivales y exposiciones hasta en las comunidades más pequeñas- da pruebas de una singular vitalidad; otorga cuidado y un desvelo completamente conmovedor a la preservación de sus sitios más bellos. Pero una cultura no se puede contentar con celebrar y conmemorar: para seguir viva, también debe deshacerse del lastre de su legado, romper con los usos y, a veces, incluso pisotear sus tradiciones para renovarlas. Si olvidamos que no hay creación sin irreverencia, sin fervor ni furor polémico, toda Europa, al igual que París, está acechada por la museifícación y, envuelta en sus monumentos, sus instintos, sus academias, corre el riesgo de transformarse sin ruido en una Disneylandia de lujo.
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